Alquilar una casa (en vez de
comprarla) puede ser lo más sensato en términos financieros; pero en términos emocionales,
la historia es otra. (Y por lo general, las casas se compran emocionalmente.) Anhelamos
un lugar que podamos llamar propio. Un sitio donde colgar el sombrero. Dónde sembrar
las hortensias sin necesidad de maceteras para poder llevarlas en la próxima
mudanza. Compramos una casa deseando un hogar.
Desde antes de casarnos, Abbie siempre quiso un gazebo. Y una pérgola.
O un gazebo y una pérgola. (Para aquellos que no leen Casa Y Campo, un gazebo es
un kiosko con nombre italiano, y una pérgola es una patastera glorificada.) A veces,
mientras trabajábamos el jardín de una cliente, Abbie visualizaba un gazebo. A veces
visualizaba una pérgola. Sospecho que su corazón está decorado con ambos y que
su preferencia por uno u otro u ambos sube y baja con las mareas de la vida. Pero
si hay algo que siempre pidió para nuestra casa era un gazebo. Y también una
pérgola.
Me tomó algún tiempo reunir el valor y los materiales para iniciar lo
que sería la primer ampliación de nuestra casa. (Quizás el valor resultó más
escaso, pues tiendo a tomarme mi tiempo diseñando como para no tener que
retocar después.) Tras definir lo que Abbie quería, los niños y yo le regalamos
el piso y las columnas de la pérgola. Algún tiempo después logramos que don
Roberto Delgado, un viejo carpintero de los que saben cómo hacer casas como las
hacía la Tela R.R.Co., armara la estructura superior de madera. (¡Ver cómo lo
hizo él sólo es un espectáculo en sí!) Con unos pallets de madera curados hice en
el patio trasero una plataforma sobre la cual instalé el gazebo que unos
hermanos le obsequiaron a Abbie para su cumpleaños. La ampliación habría sido
todo gozo y alegría de no ser por un pequeño accidente…
Por años, Ian había estado pidiendo una casa de árbol. No se la había
hecho aún por dos razones. La primera, porque ninguno de nuestros árboles había
crecido aún lo suficiente como para sostener una casita. La otra, ¡porque él
quería una mansión a donde mudarse! Pero para esos días, viendo que se acercaba
el cumpleaños de Ian y que hay una edad óptima en la vida para disfrutar al
máximo las casas de árbol, decidí hacérsela. Resolvería el problema del árbol elevando
una plataforma de pallets alrededor del
mismo. Un segundo módulo, también de pallets, estaría levantado sobre un poste
a unos ocho pies. Un puente colgante uniría ambas partes.
Mi amigo Aldo me ayudó a armarlo mientras don Roberto nos daba algunos
consejitos que evidenciaban nuestra inexperiencia. Por la mañana del cumpleaños
de Ian estaba casi todo listo. Faltando una hora para que Ian llegara a casa de
la escuela, me fui a instalar solo los pasamanos de laso del puente. El lado
izquierdo fue fácil, porque pude amarrarlo de pie sobre el suelo. Pero el lado
derecho estaba muy cerca al árbol de limón. Instalando una escalera entre el
limón y el puente, y evitando cuidadosamente las ramas espinosas, subí a hacer
los amarres. Casi para terminar, tuve la necesidad de apoyarme sobre el puente.
Cuando mi peso presionó hacia abajo, el puente jaló del módulo superior, el
cual estaba clavado a sus soportes en puntos débiles. El módulo entero – un cubo
de unos 4’x4’x4’ – se vino abajo hacia mí. Bajo uno de mis pies, el puente
cedió; el otro se me trabó en la escalera, y me la traje abajo conmigo. Caí entre
los espinos con el laso amordazándome el brazo, mientras seis pallets de madera
se estrellaban junto a mí.
Don Roberto corrió a socorrerme. Me levanté golpeado, rayado, sangrando
y con quemaduras de laso. ¡Cómo arden las espinas del limón! Corrí al baño –
quería limpiarme antes de que llegaran Abbie y los niños. Frente al espejo, lentamente
asimilé lo que acababa de pasar. Si hubiese estado un poco más hacia un lado, todo
aquello me habría caído encima. Fácilmente me habría quebrado un par de huesos.
Peor aún, si no me hubiese pasado esto, le habría sucedido a Ian y a sus
amigos, corriendo juntos por treparse a la plataforma más alta. ¡Eso habría
sido trágico! El Señor nos libró. ¡Y cómo arden las espinas! Allí frente al
espejo, lloré lágrimas de gratitud. Por aquel Jesús nazareno que sufrió la
corona de espinos. Sufrió la caída bajo el pesado madero. Sufrió las heridas. Para
que tú y yo no muramos.
Tras asegurarle a Abbie y a los niños de que me encontraba bien, los
hermanos del departamento de Mantenimiento nos ayudaron a reinstalar el módulo
superior. Esta vez, lo fijó don Roberto, no yo.
Ni la pérgola, ni el gazebo, ni la casa en el árbol están completamente
terminadas. Funcionan, y se usan, pero aún no son el pleno cumplimiento del anhelo.
Abbie aún no decide si quiere o no ponerle techo a la pérgola. La lona original
del gazebo se pudrió, y ahora tiene otra cubierta. Esta semana compré laso para
remplazar los pasamanos deteriorados del puente, pero Ian quiere que se le
teche la cubierta superior y que le pongamos electricidad.
Una casa nunca está realmente terminada. Mientras haya un hogar, crecerán
los corazones y los sueños, y la casa evolucionará para acomodarlos. Pero me he propuesto que, con la ayuda del Espíritu Santo, una cosa
no cambie:
YO Y MI CASA
SERVIREMOS AL SEÑOR