Esta
es la vista desde uno de mis lugares favoritos del planeta. No siempre evocó paisajes
de cierto libro de Rudyard Kipling, pero entonces no siempre fue uno de mis
lugares favoritos. Tres importantes elementos tuvieron que converger para
acampar en mi corazón. El primero: la afición de Abbie (y su club
extraoficial de jardinería) por las plantas, flores y árboles frutales. Lo cual
llevó al segundo: el columpio que un grupo especial de hermanos le obsequió a
Abbie para su cumpleaños. Jardín y columpio se confabularon para introducir el
tercer elemento: resulta ser un espacio idóneo para platicar con el Señor.
Años atrás había en Oro Verde una casa
sobre dos lotes. Los dueños habían tenido la buena idea de llenar el patio de
árboles frutales: aguacate, guayaba, marañón, limón, naranja, guanábana, banano
y hasta chile. Lamentablemente, el huracán Mitch inundó el predio y cuando las
aguas cedieron dejaron atrás un lodillo inmundo que sofocó la grama y robó a
los árboles de su capacidad de producir.
Cuando llegué a alquilar esa casa, estaba comprometido
para casarme. Mi vida de soltero-reconvertido-en-proceso-de-desintoxicación no
contemplaba prestarle mucha atención a los árboles del huerto. No porque pasar
tiempo en medio de la naturaleza sea incompatible con purgar la vieja vida (¡al
contrario!), sino porque no tenía la sabiduría para apreciarlo. Aquellos árboles
eran sólo el telón de fondo en mi caminata diaria de la casa al garaje. Sólo las
benjaminas recibían mantenimiento, y eso porque la dueña de la casa lo había
incluido como cláusula del contrato verbal – fuese por aprecio a las benjaminas
o a Raudales, el jardinero que retenía los derechos exclusivos de la poda de
los arbustos.
Una vez casados, todo cambió; aunque en el
jardín no fue de golpe. Primero las decoraciones de barro. Después la acera
entre la casa y el garaje. Las florecitas alrededor del guayabo. Pero los
árboles seguían sin dar fruto.
Una noche Abbie y yo leíamos las
bendiciones de la obediencia en Deuteronomio 28:
Acontecerá que si oyeres atentamente la voz de Jehová
tu Dios, para guardar y poner por obra todos sus mandamientos que yo te
prescribo hoy, también Jehová tu Dios te exaltará sobre todas las naciones de
la tierra. Y vendrán sobre ti todas estas bendiciones, y te alcanzarán, si
oyeres la voz de Jehová tu Dios. Bendito serás tú en la ciudad, y bendito tú en
el campo. Bendito el fruto de tu vientre, el fruto de tu tierra, el fruto de
tus bestias, la cría de tus vacas y los rebaños de tus ovejas.
Ciertamente nuestra tierra debería producir
- si es que estábamos oyendo y obedeciendo la voz de Dios. Oramos,
examinándonos y santificándonos delante del Señor. Y aunque la tierra no era “nuestra”,
nosotros éramos los administradores. La casa de Labán prosperó por causa de Jacob.
La casa de Potifar prosperó bajo José. (Y después de todo, nadie es realmente
dueño de nada en esta tierra; TODO es del Señor.)
El día siguiente tuvimos una conferencia
con los árboles del huerto. (Si esto te parece raro, lee Jueces 9:8-15.) Les
explicamos la autoridad que Dios nos dio sobre ellos (Gén. 1:27-29) y como las
bendiciones de Dios sobre nosotros los incluyen a ellos. Les repetimos lo que
Jesús enseñó: que todo árbol que no da
buen fruto, es cortado y echado en el fuego. Les contamos lo que pasó
cuando Jesús vino a una higuera que no daba fruto – la maldijo, y se secó. Les dejamos
bien claro que las cosas iban a cambiar: o daban fruto, o serían cortados.
Lo que sucedió después es difícil de
aceptar a menos que seas una persona de fe, o que hayas estado allí. Puedes preguntar
en Oro Verde. ¡Los árboles comenzaron a dar fruto! Uno tras otro, cada uno hizo
su parte, y la parcela junto a la casa se convirtió en un verdadero huerto. (¡El
marañón dio 2 y hasta 3 cosechas al año!) Como consecuencia, pasábamos más
tiempo allí, disfrutando de la creación de Dios.
Con el guanábano tuve que hablar más
severamente, porque comenzó a botar su fruto antes de que madurara. Le di un ultimátum,
pero no lo cumplió, así que tristemente, tuve que cortarlo. Después de eso, el
aguacate se llenó de tanto fruto que las ramas caían sobre la casa y comenzaron
a botarme las tejas. Cuando los aguacates maduraron más, una rama no soportó el
peso y se quebró. No sé si el aguacate sabía cuánto me gusta su fruto y quería
quedar bien conmigo, o si tuvo miedo de acabar como el guanábano, pero produjo
como nunca había yo visto antes, ni he visto después.
Por supuesto, así como aplicamos todos los
principios bíblicos sobre la fructificación del campo, también aplicamos los
principios bíblicos de honra y gratitud. De todos esos frutos dimos primicias y
diezmos, honramos a nuestros padres, y compartimos con el necesitado y con el
pobre. Al principio le decíamos a los niños del vecindario llegaban a pedir
marañones, “agarre sólo unos cuantos”, pero la producción llegó a ser tan
exagerada que hacia el final de la cosecha era “agarre todos los que quiera,
pero déjeme unos afuera de la puerta”. De los que dejaban “afuera de la puerta”
regalábamos la mayoría y hacíamos más jugo de lo que nos interesaba beber.
Aprendimos muchísimo en esos días sobre la
prosperidad de Dios. Sobre su amor por la tierra y por la creación entera. Entonces Abbie
comenzó a sembrar árboles frutales en nuestro terreno en Campo Dos. Y no ha dejado de sembrar. Antes teníamos un garaje para dos carros; ahora tenemos
un vivero en medio del cual metemos el carro en la noche. Y es uno de mis
lugares favoritos del planeta.