Todos tenemos ideas brillantes de cómo resolver los problemas de la humanidad, y todos estamos equivocados por la misma razón: nuestras ideas requieren que los demás cambien para conformarse a nuestros ideales. Mientras todos sigamos viendo la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio, nadie hará nada, las mejores intenciones quedarán sin fruto, y el mundo seguirá igual.
Yo no puedo cambiar a otra persona, pero puedo, con la gracia del Señor y el poder del Espíritu Santo, cambiar yo mismo. Un día a la vez.
Me encuentro de vacaciones con mi familia, recorriendo tres estados de los EEUU para llegar a Jackson, Mississippi, sede de Ballet Magnificat. Es un viaje importante porque entrevistaremos a las baletistas misioneras que nos ayudarán a establecer el departamento de danza de la escuela de artes que abriremos el 7 de septiembre. Hay días en que nos toca recorrer varias horas en carro, y los niños se aburren. Cuando se aburren, pelean; y cuando pelean, me pongo tenso. ¿Será sensato de mi parte esperar que los niños no se aburran por tres horas amarrados a un asiento? Creo que me irá mejor si concentro mis esfuerzos en lo que debo mejorar yo mismo.
A partir de mañana, procuraré ser más comprensivo, haciendo más ameno el viaje (¿juegos de carretera?) y acortando los tramos. Si descubro alguna manera de borrar por completo el estrés de viajar con niños en tierras desconocidas, prometo compartirlo. Pero sospecho que mi actitud es lo primero que debo revisar. Después de todo, ¿qué podría ser más emocionante que viajar con mi familia en tierras sin descubrir?